Obama, Año I
El pasado 4 de noviembre se cumplió un año de la elección de Barack Obama como presidente de los Estados Unidos. Un año intenso, en el que el sueño de millones de personas sintetizado en ese eslogan: “Yes, we can”, ha dado paso a políticas realistas, a meteduras de pata, a intentos fallidos de sacar adelante diversos proyectos (sanidad, inmigración, reformas financieras, Guantánamo…), un desencanto generalizado de buena parte de la ciudadanía, el enfurecimiento del sector más conservador, la expansión del gobierno a límites nunca antes vistos, el aumento vertiginoso de la deuda federal, y la mayor caída en popularidad de un presidente en cincuenta años.
Obama empezó con un 78% de aprobación y está en un 52%, según una encuesta reciente de la cadena de TV NBC y el periódico The Wall Street Journal; porcentaje que opina que el país va “en la dirección equivocada”. Un brusco descenso que refleja ese descontento de buena parte de la sociedad estadounidense con algunas o todas sus políticas, y que se ha visto reflejado en las manifestaciones de los tea parties.
El suspenso ciudadano le viene por la parte de la economía, el déficit público, la reforma sanitaria, los impuestos, y la intervención excesiva del gobierno. La ligera aprobación por su política exterior y la gestión en Iraq y Afganistán. Sin embargo, no son criterios unánimes, la disparidad de opiniones es enorme, y sólo una cosa parece cierta. La sociedad estadounidense ha despertado del encantamiento al que le sometió Obama con su brillante retórica dialéctica y de orador apasionado, y con ese recurso habitual a los conceptos más admirados: sueño americano, oportunidades, dignidad, solidaridad, patriotismo, etc.
Ya no puede ocultar por más tiempo su incapacidad y falta de concreción en la herencia política dejada por Bush, una cuestión de la que abusa con frecuencia y que le gana el apoyo de ciertos sectores sociales y de los medios de comunicación, pero que la ciudadanía en general ha descubierto como una excusa arbitraria y recurrente para no afrontar la realidad, las decisiones más importantes, y explicar lo que está haciendo…o deja de hacer.
Quedan por delante los desafíos de verdad, como Afganistán, la guerra contra el terrorismo islamista, la recuperación económica sobre bases sólidas, y una transformación o cambio a mejor del país que no ha sido tal.
Sin embargo, es de justicia reconocer que Obama ha desarrollado una actividad incesante este primer año de su presidencia. Eso es innegable, nos guste o no el enfoque de su política, que por lo demás presenta un proyecto preocupante para lo que representa este país. Ha abordado numerosas temas, aunque muchos no los haya sabido o podido concretar aún y esté en la fase de estudio, aprobación o simplemente de las buenas intenciones.
Porque la presidencia Obama es eso en gran parte, una presidencia de buenas intenciones, que no les basta a los norteamericanos, como reflejan las encuestas y el sentir ciudadano. Hasta ahora, Obama se caracteriza por incumplir sus propias promesas y alargarlas en el tiempo. Su carisma le puede proporcionar aplausos, palmaditas en la espalda, y sonrisas cómplices en el exterior, pero no le ganará las batallas que debe librar aquí.
Analicemos este año paso a paso. Primera promesa Obama: cierre de Guantánamo. La primera en la frente. Se ha quedado por ahora en una declaración de intenciones (por cierto, Bush ya manifestó lo mismo y nadie le aplaudió por ello. La hipocresía habitual de medios y ciudadanos mal informados o manipulados…). El cierre previsto para enero de 2010 se antoja improbable y complicado, ya que hay que decidir qué se hace con todos los prisioneros. Muchos de ellos elementos de cuidado que yo no me llevaría a casa.
Oriente Próximo: A pesar de las conversaciones diplomáticas y la intervención del propio Obama en una reunión trilateral en Nueva York en septiembre pasado, con el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu y el presidente palestino, Mahmud Abás, otra ronda de negociaciones para impulsar la paz en esa región convulsa parece distante. El proceso está estancado y su posición frente a los asentamientos israelíes no parece que vaya a contribuir al desbloqueo.
China: Ha impulsado el aspecto económico, pero obviando los derechos humanos y la protección ambiental en el gigante asiático. Su decisión de no reunirse con el Dalai Lama evidencia su debilidad ante China, a la que no quiere enfurecer.
La guerra en Afganistán se ha complicado ante la falta de decisiones rápidas y determinantes. Es uno de los frentes importantes y decisivos en política exterior y en los que más se juega el presidente, ya que afecta directamente a la seguridad nacional y es un elemento destacado de su agenda política.
La retirada de Iraq, en dos fases, en agosto de 2010 y finales de 2011, se ciñe a lo que ya planeó la Administración Bush. Su gestión no ha aportado nada, dado que la victoria ya estaba conseguida. Si acaso, no termina de gestionar bien la estabilidad heredada y la pone en riesgo.
Obama se puede apuntar un tanto en política exterior con el acuerdo de un tratado de reducción de armas nucleares con Rusia, que pretende cerrar en diciembre, y que aportaría algo concreto a su idea de un mundo libre de armas nucleares. Sin embargo, no es nada nuevo. Ronald Reagan ya acuñó ese concepto e hizo posible el actual proceso de desarme nuclear. Algo que los demás se han limitado en continuar, desde Bush padre, pasando por Clinton y W. Bush.
En resumen, una política exterior vacilante, por momentos débil, y escasamente resolutiva hasta ahora.
En el plano interno, el presidente afronta problemas y retos decisivos que podrían decidir el futuro de su presidencia. La crisis económica sigue golpeando, aunque el gasto público haya conseguido elevar el PIB al 3,5 respaldado en un déficit federal sin precedentes, el más elevado de la historia de este país. Sin embargo, el paro alcanza ya un escandaloso 10,2%.
La reforma sanitaria, la gran apuesta de Obama, sigue un lento camino por el Congreso, pese a la mayoría de que gozan los Demócratas, lo que da idea de las dificultades para aprobar una reforma que se ha planteado mal y ha debido ser corregida varias veces en la tramitación. El debate sobre esta reforma ha calado en la ciudadanía e influido decisivamente en la caída de su popularidad.
La Casa Blanca quiere aprobar la reforma sanitaria antes de fin de año, pero está por ver que eso pueda ser así. De conseguir una reforma justa y equilibrada podría ser la gran aportación de Obama a su presidencia, y si es una mala reforma, podría ser su Waterloo, como dijeron los Republicanos, su tumba política.
Iniciativas que Obama marcó como prioritarias en la campaña electoral, han quedado aparcadas o postergadas: la reforma migratoria y una ley sobre el cambio climático. Por el contrario, medidas que ha aprobado, como la apertura hacia el régimen de Castro en Cuba, o la intención de derogar las restricciones a los homosexuales en las Fuerzas Armadas, sólo han servido para contentar a algunas minorías vocingleras y enfurecer a amplios sectores sociales.
El presidente que se vendía a sí mismo como el gran conciliador nacional, ha logrado una división profunda en la opinión pública, y lo mismo se granjea las críticas de los Republicanos e Independientes como del ala más liberal de su partido.
Hoy, un año después de su elección, que entusiasmó a millones de ciudadanos, por lo que suponía de relevo generacional, racial y de cambio, y que enfureció a otros tanto por su historial ideológico y proyecto para el país, la realidad impone sus reglas, y Obama no está dando la talla que se esperaba de él. La guerra en Afganistán, la reforma sanitaria, la crisis económica, y el déficit federal, son los desafíos que afronta Obama, en caída libre en popularidad y con graves problemas a la hora de ejecutar sus políticas, pese a las amplias mayorías y el inmenso apoyo mediático con que cuenta.
Obama prometía un cambio, pero un año después apenas se ha producido, o se ha dirigido en una dirección de riesgos potenciales. Al margen de si uno coincide o no con su línea ideológica, de un presidente se espera resolución y que deje su huella. Ronald Reagan hizo su revolución conservadora, con cambios fundamentales para el país y el mundo a todos los niveles, y ganó la Guerra Fría a la Unión Soviética; Lyndon Johnson impulsó su Gran Sociedad y los Derechos Civiles; Harry Truman llevó al país por cambios importantes, tras la Segunda Guerra Mundial, anteponiendo siempre el interés del país a los intereses de partido o personales, sacó a la nación de las cenizas de la II Guerra, y lo comandó durante la guerra de Corea; George H.W. Bush (padre) gestionó la caída del Muro de Berlín, el fin de la Guerra Fría y la llegada de un nuevo orden mundial, además de ganar la primera guerra del Golfo y liberar Kuwait de las tropas iraquíes; Bill Clinton propició junto con el Congreso dominado por los Republicanos de Newt Gingrich una histórica expansión económica y superávit federal; George W. Bush protegió a la nación de nuevos ataques terroristas, mantuvo la seguridad, ganó dos guerras (Iraq y Afganistán), y realizó cambios decisivos en seguridad nacional, Inteligencia, Fuerzas Armadas, y educación. En especial, sus reformas en seguridad nacional y en política exterior marcarán el camino a seguir durante muchos años. Además, recuperó enormes parcelas de poder para la Casa Blanca y la institución de la Presidencia. Realidades todas ellas que se olvidan, pero que están ahí y pueden ser comprobadas.
El gran logro de Obama en este tiempo ha sido de imagen, más que otra cosa. Cambiar la percepción de Estados Unidos en el exterior, le ha reportado popularidad en todo el mundo. Al marcar diferencias con las políticas de Bush, al menos de una forma teórica y mediática, ha logrado incrementar los índices de aceptación de las políticas norteamericanas en diferentes áreas y mejorado la imagen del país. Al apostar por el multilateralismo y una diplomacia conciliadora y suave, ha conseguido el aplauso del mundo, que en un 42% expresan ahora una opinión favorable de Estados Unidos; eso sí, jugando o poniendo en riesgo algunas veces la seguridad nacional, como en el tema del escudo balístico, las responsabilidades militares en Iraq y Afganistán, la inacción frente al programa nuclear iraní, y la amenaza de Corea del Norte. O jugándose el prestigio nacional como superpotencia con ambivalencias, populismo, y dudas inaceptables en un presidente.
Pero ni siquiera esto es todo mérito suyo. En buena parte se debe al desconocimiento, los prejuicios ideológicos, y la ignorancia que existen en el exterior de la realidad norteamericana, y que han contribuido a condenar las políticas y el legado de Bush y aprobar las de Obama. Sin embargo, el presidente haría bien en recordar que los votos que eligen al Comandante en Jefe de este país son los votos de los norteamericanos que votamos aquí, y que los que le aplauden en Europa y el resto del mundo, no deciden las elecciones presidenciales. Si olvida eso, condenará su presidencia al fracaso.
Su discurso en El Cairo, a mediados de junio, dirigido al mundo musulmán, puede ser considerado sintomático de su política: condena de políticas americanas pasadas y una visión excesivamente complaciente hacia un Islam que ha agredido a Estados Unidos repetidamente en las últimas décadas, sin más acciones concretas. En resumen: bonitas palabras que se lleva el viento, pero que lucen perfectamente en los informativos de televisión y ganan votos fáciles.
Otra de las apuestas de Obama es la política energética, basada en energías limpias y renovables, a las que ha destinado cuantiosos fondos. Aun cuando es un esfuerzo encomiable por encontrar energías alternativas, se está haciendo sin un plan exhaustivo de gestión a largo plazo y excesivamente dependiente del sector público. Mientras tanto, el país ha perdido tres millones de empleos y está por ver que su política económica tenga la capacidad de crear prosperidad de forma estable y natural, sin los alicientes permanentes de esos fondos públicos. No resulta alentador que la Administración Demócrata se plantee nuevos paquetes económicos de estímulo. Eso incrementará el déficit federal, que empobrecerá a los estadounidenses y propiciará nuevos tea parties y llevará al país a una situación social insostenible a largo plazo.
Lo que haga Obama a partir de ahora está por ver, pero ya ha transcurrido un año y en lo que le queda, se juega una reelección que será durísima a menos que pueda presentar algo sólido, perdurable en el tiempo, y beneficioso para el pueblo estadounidense. No le servirá el Premio Nobel de la Paz ni nada que no sean resultados que los estadounidenses puedan comprobar claramente. Su aún alto nivel de popularidad, pese a todo, en especial entre los votantes moderados e independientes de ambos partidos, que todavía le conceden margen de maniobra, pueden servirle para impulsar las políticas más razonables y beneficiosas para el país que prometía con el “yes, we can”, y seguir en la Casa Blanca más allá de 2012, pero eso es algo que se jugará cada día de cada semana y de cada mes durante los próximos tres años.
Hace un año, Barack Obama entusiasmó a los suyos y a muchos otros con unas palabras tras ser reelegido, en la noche electoral: «Si todavía queda alguien por ahí que aún duda de que Estados Unidos es un lugar donde todo es posible…, esta noche es su respuesta«.
En verdad lo es, y se trata de un sentimiento que todos los norteamericanos compartimos, pero también es un país que no perdona el fracaso y que exige todo a sus líderes. Y a un presidente que se precie de serlo, aún más.
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