Resurrección
Hay frases de la Biblia que sintetizan el drama y la humillación de la Pasión de Cristo que hemos rememorado estos días pasados de una forma descarnada: «Padeció bajo el poder de Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado».
Todas las esperanzas de gloria que anunciaba Jesús parecían diluirse con el final trágico del gran Maestro, crucificado como otro vulgar malhechor de la época. El hombre de los milagros, compasivo, revelador del Padre, Maestro admirado y dominador de las fuerzas del mal, moría finalmente crucificado a manos de los hombres. Él, que había salvado a tantos de la muerte, ¿no podría salvarse a sí mismo? ¿Habría de terminar en un sepulcro frío y oscuro para siempre? La fe y las esperanzas de sus discípulos de Emaús aparecen reflejadas en sus palabras a la vuelta en su aldea desde Jerusalén: «Nosotros esperábamos que él sería el que redimiera a Israel» (Lc. 24:21), Mas después de lo que había sucedido, ¿qué podían esperar?
¿Qué podría esperar un cristiano actual si sólo pudiera creer en un Cristo «muerto y sepultado»? ¿Quién ensalzaría su gloria? Nos quedaríamos en la tragedia de su destino y aquellos que persistieran en su seguimiento de Cristo serían, en palabras del apóstol Pablo, «los más dignos de conmiseración de todos los hombres» (1 Co. 15:19).
Pero la frase bíblica no se cierra con la palabra «sepultado». Añade después: «Resucitó de entre los muertos, ascendió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios…».
Y en estas pocas palabras se encierra lo más trascendental en la historia de la salvación. El mensaje de Cristo en la cruz viene acompañado por la proclamación de la exaltación de Jesús, el eje del Evangelio, en la que destacan cuatro hechos decisivos: la resurrección de Jesús, su ascensión a los cielos, su permanencia a la diestra de Dios y su futura venida en gloria. La primera de ellas es la que celebramos este domingo de gloria, la resurrección de Cristo, el mayor milagro de todos, el centro de toda su doctrina, narrado por los evangelistas y que ha trascendido en el tiempo como un mensaje de salvación y esperanza para el creyente.
El valor de sus discípulos es equiparable al de los discípulos actuales. Entonces ellos, cuando el cuerpo de Jesús fue sepultado y estaban moralmente destrozados, defendieron su fe y sus creencias acerca del carácter mesiánico de Jesús, pese a la duda de si era realmente el «Ungido» o habrían de esperar a otro, como un día pensó Juan el Bautista. Ante la incomprensión, las dudas y el miedo, los más fieles se reunieron para llorar su dolor y su frustración con el ánimo desolado; pero con las puertas cerradas (Jn. 20:19). La resurrección le dio esa fuerza y esperanza que necesitaban de nuevo para enfrentarse a la hostilidad del Sanedrín y arriesgar sus vidas por defender a Jesús y sus enseñanzas. Hoy, sus discípulos seguimos esa estela de fe frente a un mundo que no cree y sociedades cada vez más carentes de valores y espiritualidad, sin norte ni esperanza en lo que ha de venir tras esta vida.
La resurrección de Jesús impulsó decisivamente la Iglesia cristiana. Las apariciones del Cristo resucitado introdujeron un cambio sustancial en los acontecimientos previstos por los romanos y los judíos. Junto con su resurrección, renació y se fortaleció la fe de sus discípulos. Ahora veían sin dudas que no se habían equivocado en su esperanza, que era verdad lo que el Señor les había dicho acerca de su muerte y resurrección (Mt. 16:21; Mt. 17:22-23; Mr. 8:31; Mr. 9:31). Por eso se dirían unos a otros con enorme gozo: «Ha resucitado el Señor verdaderamente» (Lc. 24:34). Y a partir de entonces fueron testigos activos del milagro y lo anunciaron por todas partes, proclamando el Evangelio.
La resurrección es la piedra angular sobre la que se asienta la fe cristiana. De hecho, fue lo más destacado en la primera predicación el día de Pentecostés (Hch. 2:24, 29-33). Siguió siéndolo a partir de aquel momento (Hch. 3:15; Hch. 4:10; Hch. 5:30; Hch. 10:40; Hch. 13:30, 33, 37) y mantuvo su prominencia en las cartas apostólicas. Para Pablo la fe sólo tenía sentido cuando se apoyaba en «Aquel que levantó de los muertos a Jesús, nuestro Señor» (Ro. 4:24). En su primera carta a los Corintios resume el Evangelio magistralmente: «Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras» (1 Co. 15:3-4). Le concede tal importancia a la resurrección que dice: «Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, y vana es también vuestra fe» (1 Co. 15:14). Y realmente su importancia es trascendental, tanto que en los primeros tiempos del cristianismo, según una acertada observación de C.S. Lewis, «predicar el cristianismo significaba principalmente predicar la resurrección».
El gran acontecimiento, la resurrección, se había producido y se convirtió en la roca sobre la que se alzó la fe cristiana. Fue un evento extraordinario y glorioso, del que muchos fueron testigos, y demostrativo de que «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mt. 22:32 y par.).
La esperanza para cuantos creemos en él, es que la resurrección de Cristo garantiza nuestra resurrección futura a la vida eterna. Todos los que están «en Cristo» serán resucitados para vida eterna o transformados (1 Ts. 4:16-17). Esta perspectiva ha sido siempre motivo de consuelo y estímulo para el pueblo cristiano (1 Ts. 4:18). Como lo son las palabras dichas por nuestro Señor Jesucristo: «Porque yo vivo, vosotros también viviréis.» (Jn. 14:19).
La gloria de la resurrección es la llama viva de la fe cristiana, que ilumina nuestro presente y que se proyecta hacia un futuro no escrito de esperanza «sabiendo que Aquel que resucitó al Señor Jesús, a nosotros también nos resucitará con Jesús y nos presentará juntamente con vosotros» (2 Co. 4:14). Los cristianos en todo el mundo vivimos la Semana Santa con espíritu de reflexión, de confesión y de gratitud, pero también con el mismo gozo y profunda alegría de María Magdalena, María la de Santiago y Salomé, al descubrir el sepulcro vacío y escuchar la voz del ángel afirmar rotunda: «No está aquí pues ha resucitado» (Mateo. 28:6, 8), y la de los apóstoles al recibir su visita y escuchar sus palabras.
Resucitamos si tenemos fe, limpios de corazón.
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