La última cena
No cabe duda de que Jesús primaba el significado de los hechos y las palabras antes que los gestos vacíos o las apariencias. Todo lo contrario a lo que impera actualmente en buena parte de la sociedad. Afortunadamente, no en toda, ya que todavía quedan buenos cristianos.
Tampoco cabe duda de que Jesús era políticamente incorrecto y un revolucionario. Lo fue en su tiempo y lo sería ahora. No sólo eligió a doce hombres como sus Apóstoles, a ninguna mujer, incumpliendo alegremente las cuotas políticamente correctas de nuestros días, sino que además se rodeó únicamente de hombres en las últimas horas de su vida, algunas de las horas más importantes, precisamente las que precedieron a la Pasión y Murte, durante la Última Cena.
¿Significa esto que Jesús era un machista y un misógino como sostendrían las feministas de turno actualmente? En absoluto. De hecho, en sus mensajes el papel de la mujer es crucial. Pero para captarlo y comprenderlo, es necesario profundizar e ir más allá de los gestos y la tergiversación que se hace en estos tiempos de hipocresía, tontería y falsedad.
El Nuevo Testamento contiene muchos detalles sobre lo que Jesús dijo e hizo en su Última Cena con los Apóstoles. De hecho, esa noche es uno de los capítulos mejor documentados de su vida. En aquella cena Jesús estaba sólo con los doce Apóstoles (Mt 26,20; Mc 14,17 y 20; Lc 22,14). No le acompañaban ni María Magdalena, ni su madre, María, ni ninguna otra mujer.
De acuerdo al relato de San Juan, al comienzo, en un gesto cargado de significado, Jesús lava los pies a sus discípulos y da ejemplo de humilde servicio a los demás (Jn 13,1-20). Esa noche Jesús anuncia que uno de los presentes en la cena lo va a traicionar. Los Apóstoles se miran unos a otros con estupor y Jesús señala a Judas como el hombre que lo traicionará (Mt 26,20-25; Mc 14,17-21; Lc 22,21-23 y Jn 13,21-22).
Durante la celebración de la cena es cuando Jesús establece la institución de la Eucaristía. De ese momento se conservan cuatro relatos ―los tres de los sinópticos (Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,14-20) y el de San Pablo (1 Co 11,23-26)―, que son muy similares entre sí. Son narraciones de unos pocos versículos, en las que se recuerdan los gestos y las palabras de Jesús que dieron lugar al Sacramento y que constituyen el núcleo del nuevo rito: «Y tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: —Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19 y par.).
Al final de la cena también sucede algo que tiene relevancia cuando Jesús dice: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22, 20 y par.). Los Apóstoles comprendieron que si antes habían asistido a la entrega de su cuerpo al compartir el pan, ahora les daba a beber su sangre en un cáliz. De este modo, la tradición cristiana percibió en este recuerdo de la entrega por separado de su cuerpo y su sangre un signo del sacrificio que pocas horas después habría de consumarse en la cruz.
Jesús habla con afecto a sus Apóstoles durante la Última Cena, sembrando en ellos sus últimas palabras, entre las que encontramos un mandamiento nuevo, cuyo cumplimiento será la señal distintiva del cristiano: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros» (Jn 13,34-35).
Palabras de hondo significado que expresan bien cómo debemos comportarnos los cristianos y que implica mucho más que unas simples apariencias, cuotas, gestos artificiales forzados o falso progreso. Aquellas palabras resuenan todavía, pero no las escuchará mucho en los medios, únicamente en las iglesias que conservan la voz de Jesús.