Trump y la Primera Enmienda de la Constitución
First Amendment
Congress shall make no law respecting an establishment of religion, or prohibiting the free exercise thereof; or abridging the freedom of speech, or of the press; or the right of the people peaceably to assemble, and to petition the Government for a redress of grievances.
Primera Enmienda
El Congreso no promulgará ninguna ley con respecto al establecimiento de una religión o que prohíba el libre ejercicio de la misma; o restringir la libertad de expresión o de prensa; o el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente para solicitar al Gobierno la reparación de agravios.
Donald Trump ha expuesto como nadie la forma en que la Administración Biden y el establishment político, mediático y empresarial, han colocado nuestras libertades de la Primera Enmienda de la Constitución para preservar la sociedad civil bajo un implacable ataque que amenaza con su eliminación de facto.
Esto es algo inédito porque nadie antes los había quitado la máscara con la que ocultaban su traición a la Constitución y al país. Es algo que no perdonan a Trump y por eso lo atacan sin piedad.
La realidad es que la libertad de expresión, religión y reunión enfrentan una ola de nuevos y graves desafíos por parte de la Administración fraudulenta de Biden y Harris.
Así vemos que en lugar de fomentar un debate amplio basado en la libertad de expresión y la pluralidad de ideas y opiniones, el gobierno ha incitado a las grandes corporaciones y tecnológicas a reprimir, censurar y ocultar ese discurso cuando no responde a la narrativa socialista que ellos imponen.
La demanda colectiva que presentó el presidente Trump hace unas semanas contra las Big Tech y sus directores ejecutivos (Mark Zuckerberg de Facebook, Sundar Pichai de Google, y Jack Dorsey de Twitter) en el Distrito Sur de Florida, por violar sus derechos de la Primera Enmienda y los de otros estadounidenses, aborda este problema: debido al efecto de red (donde el valor de cualquier red aumenta exponencialmente con la cantidad de personas que la usan, ganando aún más usuarios), un puñado de empresas tecnológicas ahora sirven como guardianes al flujo de información para todo el mundo.
Sólo Google y Facebook representan más del 60% de los ingresos por publicidad digital en línea. Estos pocos sitios usan cada vez más sus foros para eliminar puntos de vista alternativos sobre política, medicina y eventos actuales, y señalan las inmunidades que se les otorgaron en los albores de la era de Internet, destinadas principalmente a abordar la pornografía infantil, como protección contra todos y cada uno de los recursos legales. Si bien algunos tribunales de circuito han considerado a estos censores como un «foro público», no se han resuelto los principales problemas de capacidad de las grandes tecnológicas para cerrar el flujo de información. Knight First Amdt. Inst. en Columbia Univ. contra Trump, 928 F. 3d 226 (2019). Desde el anuncio de la demanda colectiva del presidente Trump, más de 50.000 estadounidenses han presentado historias de censura. Y el número sigue subiendo. Es una batalla justa porque estamos exigiendo el fin de la prohibición de la censura en las redes y la demanda demostrará que esta censura es ilegal.
Estas infracciones a la libertad de expresión y el silenciamiento de los conservadores reflejan también las infracciones a la libertad de religión. En lugar de respetar los derechos de los estadounidenses para actuar de acuerdo con sus creencias religiosas profundamente arraigadas, la Administración Biden ha tratado con sus políticas socialistas y comunistas de obligar a las organizaciones religiosas sin fines de lucro y a ciudadanos corrientes a cumplir con su visión de la vida y la familia o enfrentar el castigo y la censura.
Durante años, la Administración Obama luchó en los tribunales contra las monjas católicas «Las hermanitas de los pobres», en un esfuerzo por intentar forzarlas a proporcionar cobertura anticonceptiva bajo Obamacare, aunque mantienen una doctrina teológica de larga duración de que la anticoncepción es un pecado. El caso finalmente se resolvió en 2020 a favor de “Las hermanitas de los pobres” por un Tribunal Supremo dividido: Hermanitas de los santos pobres Peter y Paul Home v. Pennsylvania, 591 U.S. (2020).
El acoso simplemente ha ido a más en estos años. Las restricciones estatales y federales sobre el COVID afectaron drásticamente el derecho de reunión, ya que se prohibió a los estadounidenses participar en reuniones de todo tipo. Lo que es más preocupante, se impusieron restricciones estrictas de capacidad para los servicios de culto religioso en algunos estados (no se permiten más de 10 fieles en las “zonas rojas” de Nueva York), mientras que los casinos y las licorerías permanecieron abiertos. Los primeros casos que llegaron al Tribunal Supremo mantuvieron estas restricciones. Sólo después de la confirmación de la juez Amy Coney Barrett, propuesta por Trump, esa marea finalmente cambió para que el Tribunal emitiera medidas cautelares que permitieran a las iglesias ejercer su fe sin restricciones onerosas. Diócesis Católica Romana de Brooklyn v.Cuomo, 592 U.S. (2020).
Estas recientes afrentas sólo muestran la previsión de los Fundadores al redactar la Declaración de Derechos. A medida que ocurren usurpaciones en la religión, el habla y la asamblea, debemos recordar el propósito esencial de la Primera Enmienda al defender nuestras primeras libertades porque las restricciones que se pretenden imponer con la excusa del COVID anulan las libertades civiles básicas y dejan sin efecto la Primera Enmienda.
El acoso contra la libertad de expresión se ha intensificado por parte de la izquierda demócrata especialmente contra Trump y los conservadores. Vimos un ataque salvaje al presidente cuando se le sometió a los dos impeachments, que violaban la Primera Enmienda. Aquellos esfuerzos demócratas para acusarlo eran inconstitucionales y violaban su derecho a la libertad de expresión. El equipo legal de Trump publicó en su momento un memorando de 78 páginas que detalla este caso contra el impulso de los demócratas para acusar al presidente incluso después de dejar el cargo tras haberle robado las elecciones vía fraude electoral. Como se afirmaba en el documento: «La condena en un juicio político requiere la posibilidad de ser destituido. «Sin esa posibilidad, no puede haber un juicio». Los abogados de Trump argumentaron que el Senado no tenía la autoridad para llevar a cabo un juicio de un ciudadano privado, citando el Artículo 1 Sección 9 de la Constitución que prohíbe al Congreso determinar la culpabilidad o el castigo de un ciudadano privado, o acta de acusación, un proceso reservado para el poder judicial independiente.
Aun así lo siguieron intentando. Desde entonces, la censura en las redes y medios afines a los demócratas ha sido brutal. Biden y sus compinches en el fraude electoral se limpian el culo con la Constitución con el amparo de todo el establishment mediático, que encima pretende dar lecciones éticas y morales. Una mancha en la democracia americana que hay que limpiar.
Otro punto culminante de la censura contra la libertad de expresión y la Primera Enmienda fue el discurso de Trump el pasado 6 de enero de 2021, que está claramente protegido constitucionalmente por la Primera Enmienda (al igual, por cierto, que este artículo y todos los que escribo, aunque eso les fastidie a los radicales socialistas del Partido Demócrata e izquierdistas descerebrados de otras latitudes).
El discurso del presidente Trump en aquel evento se ajustó bien a las normas del discurso político que está protegido por la Primera Enmienda, y juzgarlo por eso sería cometer otra grave injusticia a la libertad de expresión en este país. Los demócratas siguen erre que erre con el asunto porque no tienen más que ofrecer a los ciudadanos que fracaso tras fracaso con sus políticas. Sólo buscan el enfrentamiento civil.
El artículo de juicio político demócrata, argumenta el equipo legal de Trump, se basa en un análisis falso de su discurso pronunciado el 6 de enero en el que instó a sus seguidores a protestar por las elecciones de 2020. Pero Trump sólo usó la palabra “luchar” un puñado de veces y en sentido figurado; finalmente pidió a sus partidarios que usaran sus voces de manera pacífica y patriótica para protestar por las elecciones fraudulentas.
Como se señala en el citado memorando las fuerzas del orden de Capitol Hill tenían informes de un posible ataque (bajo bandera falsa) al Capitolio antes y por separado del discurso del presidente, que tan sólo estaba ejerciendo sus derechos de la Primera Enmienda para hablar ante una multitud y expresar su opinión de que los resultados de las elecciones eran sospechosos, tal y como puede escucharse en la grabación completa del discurso.
La verdad real es que las personas que entraron en el Capitolio lo hicieron por su propia voluntad y por sus propias razones, y algunas de ellas están siendo procesadas penalmente. El memorando deja claro que el discurso de Trump no inspiró los disturbios porque los mismos comenzaron de hecho antes de que él terminara de hablar.
Los manifestantes, activistas y otros alborotadores, tanto partidarios de Trump como miembros de BLM y Atifa que instigaron el asalto, ya habían entrado en Capitol Grounds a una milla de distancia 19 minutos antes del final del discurso del presidente Trump. Algo muy significativo que deja a Trump al margen de los hechos.
Hoy más que nunca, ante el ataque constante de la izquierda demócrata, necesitamos que la Primera Enmienda nos proteja de la clase gobernante y de ese establishment mediático y tecnológico que busca anular, censurar y prohibir las opiniones libres. Hoy más que nunca, las palabras de la Primera Enmienda son la gran esperanza y la mayor defensa levantada contra la tiranía. Sin embargo, James Madison, quien las escribió, ya advirtió con qué facilidad la siempre presente tentación de tiranizar supera las «barreras del pergamino». Lo estamos viendo a diario a medida que la Administración Biden y sus aliados en el establishment y el Estado Profundo, hacen piña para instaurar la censura y una dictadura.
Hasta hace poco, con Trump en la Casa Blanca, la Primera Enmienda era la parte menos cuestionada y más preciada de nuestra Constitución. Cualquiera podía echar pestes del presidente, incluso mentiras descaradas como hicieron durante cuatro años contra Trump, y nunca pasó ni se censuró nada. Hoy en día, los crecientes llamamientos para unirse al resto del mundo en la criminalización de los discursos ofensivos para los grupos más poderosos de la sociedad siguen siendo un anatema para la mayoría de los estadounidenses. A medida que el gobierno federal aplicó la Declaración de Derechos a los estados, la Primera Enmienda fue la primera que les impuso, en una decisión de la Corte Suprema de 1925 llamada Gitlow v. Nueva York. Nadie que ejerza el poder del gobierno a ningún nivel, ningún «actor estatal» puede privar a nadie de sus derechos de la Primera Enmienda. Así es como funciona en teoría.
Sin embargo, con la llegada de Biden y los demócratas de izquierda radical a la Casa Blanca, la mayoría de los estadounidenses sentimos que la libertad de participar públicamente en actividades religiosas, de expresarnos, de elegir con quién asociarnos (o no), está disminuyendo a pasos agigantados, quizás de manera irreversible. Los estados, por ejemplo, han creado “comisiones de derechos humanos” que penalizan a las empresas por negarse a participar en la celebración o exaltación de la homosexualidad, del movimiento LGBTI o de las consignas feminazis. Los empleados de las escuelas públicas son despedidos por rezar en los terrenos de la escuela e incluso los niños son castigados por hacerlo. Todos saben que ciertas opiniones o actitudes, incluso comentarios casuales, considerados «ofensivos» o “no políticamente correctos” por personas poderosas o que tienen buenos contactos en los sitios adecuados excluyen, descarrilan o terminan carreras de forma fulminante.
Esta nueva priorización conduce a una redefinición del objetivo de la Primera Enmienda sobre cómo librar a Estados Unidos de la «discriminación» por parte de particulares. Nadie debería sorprenderse de que este cambio de enfoque, que inicialmente llevó a los tribunales a rechazar las leyes que permitían la discriminación por parte de particulares contra lo que llegó a conocerse como «clases protegidas», terminó en el juez Kennedy, escribiendo para la mayoría del Tribunal Supremo, condenando y casi criminalizando las motivaciones mismas de tal discriminación. ¡Cuán fácilmente “El Congreso no promulgará ninguna ley” se convirtió de repente en: “El Congreso realmente debe hacer una ley…”!
Y, de hecho, el Congreso estuvo cerca de promulgar tal ley cuando el 11 de septiembre de 2017 aprobó una Resolución Conjunta, que el presidente Trump firmó bajo presión, que acusó de manera no demasiado sutil a los ciudadanos del derecho estadounidense de ser parte de «grupos de odio» y pidió a las agencias federales, estatales y locales para «mejorar la denuncia de delitos de odio y enfatizar la importancia de la recopilación y la presentación de informes a la Oficina Federal de Investigaciones de datos sobre delitos de odio».
Nos encontramos ante un problema intelectual y moral de primer orden para las personas que están en la fuente de la ley estadounidense. También es un problema político, porque el pueblo estadounidense ya se encuentra en un estado de semi-rebelión y los tribunales saben que han estado agotando su legitimidad.
El problema dentro de la ley y el gobierno, sin embargo, simplemente refleja el estado de la clase dominante más amplia de la que forman parte los tribunales, el Congreso y los aparatos administrativos. De hecho, la mayor parte de las restricciones a la libertad de expresión que experimentamos provienen de fuera del gobierno formal: de las empresas estadounidenses. Nadie discute la existencia efectiva de algunos códigos elementales de educación. Un poco más allá del alcance de la Primera Enmienda no sólo la clase dominante penaliza las expresiones que difieren de sus catecismos de lo “políticamente correcto”; las personas ahora se sienten presionadas públicamente para que confiesen su adhesión a sus principios, o de lo contrario, son censuradas, penalizadas o marginadas.
Este es un problema de la naturaleza del régimen que impone Biden. El ascenso de nuestra actual clase dominante ha hecho un fraude para situarse en el poder. Resolverlo, si fuera posible, requeriría cambios igualmente revolucionarios en la cúspide de la sociedad. Para ello, los conservadores tendrán que dejar de ser condescendientes con las instituciones, personas y empresas hostiles para ellos, lo que los llevaría a protagonizar ese deseado cambio. Lo más probable es que haya que crear instituciones, empresas u organizaciones alternativas. La disminución en la audiencia de la Liga de Fútbol (NFL) después de su falta de respeto por el himno nacional es una pequeña muestra de lo que podría suceder. Y esto lo vemos replicado en otros deportes, espectáculos, etc.
Un problema mucho mayor del mismo tipo exige una acción más contundente. Facebook, Instagram, Youtube y Twitter se han convertido en los medios de comunicación mayoritarios entre los estadounidenses, especialmente las generaciones más jóvenes, y han adoptado algoritmos que permiten la supresión de opiniones con las que no están de acuerdo su gerencia escorada al izquierdismo radical.
Los prejuicios corporativos hacia los conservadores y la censura brutal se extienden a buscadores como Google, que ha discriminado y manipulado todo lo referente a Trump de forma vergonzosa, y a la mayoría de las cadenas de TV.
Estas redes sociales, empresas tecnológicas y medios de desinformación han traspasado nuestros derechos de la Primera Enmienda incluso más que la Administración Biden. La pregunta es clara: ¿qué se puede hacer al respecto?
La respuesta, especialmente en lo que respecta a las empresas involucradas en las comunicaciones, es aprobar una ley que las convierta en “servicios públicos” a los efectos de la Primera Enmienda. Tal ley, a diferencia de la tardía y no lamentada «Doctrina de la justicia» de la FCC, no requeriría que las empresas hicieran nada, ni definirían «la justicia ni nada más», ni equilibrarían nada. Simplemente prohibiría que cualquier empresa que se ofrezca al público en general discrimine cualquier parte de la misma en cualquiera de sus operaciones. La alternativa sería dividir Google, Facebook, Twitter, Comcast, etc., como se disolvió “Ma Bell” hace 35 años.
Las empresas de comunicaciones no pueden tener su libertad privada para discriminar a quienes no les agradan (los conservadores y los Pro Trump) —una libertad que todos deberían tener— con el poder que han adquirido sobre quién dice qué a quién. La clase que gobierna y actualmente define nuestro régimen desde hace mucho tiempo despreció siempre la Primera Enmienda cuando ésta ampara a los conservadores. Queda por ver si podemos rescatar aspectos de la misma para nuestra protección y salvaguarda de unas libertades esenciales que están siendo atacadas día a día.
Al frente de las iniciativas para salvaguardar la Primera Enmienda en su integridad está Donald Trump, que es hoy por hoy el gran garante de nuestra Constitución.